Juan Madrid  "La orilla"

Le quedaban sólo tres calles, quizás dos. No se acordaba bien. Lo que sí sabía es que notaba la brisa del mar, el olor del muelle allí abajo, las sombras inmensas de los barcos.
Se detuvo para acompasar la respiración. A su lado pasaban algunos coches y veía los anuncios luminosos de la Gran Vía, las luces que continuaban encendidas toda la noche. Supo que iba a llegar, que el ruido que acababa de escuchar era la sirena de un paquebote, quizás la de uno de esos grandes barcos de pasajeros, con piscina, en los que siempre suena la música. De todas formas era una sirena.
Conocía bien esos ruidos. Los sabía distinguir.
Trató de continuar andando, de colocar un pie tras otro. Si pasara alguien, quizás un taxi, el coche de un amigo, el viaje hubiera sido más rápido, más cómodo para él. De todas formas iba a continuar caminando.
Después de un pie colocó el otro. Pasó al lado de las zapaterías de lujo, de las tiendas cerradas y las cafeterías sin luz en el interior, sin ruido de platos ni de voces pidiendo cosas. Podía andar y eso era lo importante. Siempre que pudiera caminar estaba a salvo.
El dolor no había llegado todavía y aquello le pareció curioso. Había pensado que las cuchilladas iban siempre acompañadas de dolor, de quemazón. Nunca pensó que podía haber sido como una corriente de aire frío, una ventana que alguien le hubiese abierto en el cuerpo.
Lo único seguro era la sangre. La humedad que le apelmazaba la camisa y la chaqueta. Eso sí que era seguro. Pero no había sentido nada, ningún dolor, apenas un roce, un pequeño golpe en el costado y después la sangre.
Aunque tampoco la sangre era segura. Era tan solo una sensación de humedad, como aquellos días de mucho calor de su infancia, cuando la ropa se pegaba al cuerpo y se convertía en parte del cuerpo, pegada a la piel. Era una sensación parecida, pero sin calor. No hacía calor aquella noche.
Fue andando despacio hasta que llegó a la confluencia con San Bernardo y allí se detuvo otra vez y abrió la boca para que la brisa del mar le entrara en los pulmones. Un taxi pasó con la luz verde encendida y él vio el rostro grande y azulado del conductor, asomado a la ventanilla. Levantó el brazo para hacerle señas, pero el coche continuó hacia la plaza de Santo Domingo, atravesando la Gran Vía. Pudo distinguir la mueca de asco del taxista.
Eso no le importaba a él. Ahora los olores ligeramente podridos y salobres que provenían del mar le envolvían por completo. Allá abajo estaban las edificaciones del puerto y el mar, negro y tranquilo, quieto, apenas agitado por el débil movimiento de las mareas.
Se acordó de cuando iba a esperar a su padre que cada tres meses desembarcaba del «Indiana». El, entonces, se ponía sus mejores ropas y caminaba, como ahora, para llegar al puerto. Lo que más le gustaba era ver atracar al barco, saber que su padre estaría entre los marineros que se afanaban en cubierta, aquellas figurillas negras, los retazos de conversación que le traía el aire marino.
Después su padre bajaba por la escalerilla y se detenía para despedirse de sus amigos, de sus compañeros de travesía. Lo veía alto, fuerte, voz ronca, de risa fácil, el petate a su lado. Y él salía corriendo, gritando, viéndole cada vez más cerca, agrandándose su figura por momentos, sus brazos abiertos para que él saltara hacia ellos y se dejara abrazar.
Siempre recordó el olor de su padre. Muchos años después. Un olor a tabaco y sudor, un olor un poco ácido. Y los brazos que le apretaban hasta hacerle daño. Unos brazos que le mantenían pegado a él mientras caminaban para salir del puerto y el barco se iba haciendo cada vez más pequeño.
Luego le mostraba lo que le había traído: una bolsa de castañas, naranjas, manzanas o aquella otra vez que le mostró el hueso de una aceituna que un amigo había tallado con la punta de un cuchillo.
El viento se hizo ahora más fuerte y él sintió el primer síntoma extraño. Las piernas le transportaban hacia el mar, hacia el puerto, pero sin sentirlas. Piernas insensibles. Sabía que las levantaba y avanzaba poco a poco, pero eran como de otra persona.
Y allí estaban las gaviotas. Bandadas de gaviotas recortándose entre las grúas y las antenas de radio. Se apoyó en la pared para verlas mejor, al lado del gran cine Coliseum. Distinguió las manchas de su plumaje, el ruido sordo y gutural de sus graznidos, el pausado vuelo en círculos alrededor de los barcos atracados en las dársenas.
Sonrió en la oscuridad. Tenía la entrada del puerto al alcance de la mano, pero cayó de rodillas, sabiendo que se iba a levantar enseguida, que aquello era momentáneo, que todavía la herida no le había empezado a doler.
Y de pronto se hizo de día. El sol estalló sobre la cubierta del «Indiana» y el ruido de las bombas de achique le llegó con toda nitidez. Al mismo tiempo vio la figura de su padre al pie de la escalerilla. Pudo distinguir hasta la sonrisa blanca de su rostro y la mano haciéndole señas.
Ahora lo único que tenía que hacer era volver a levantarse y salir corriendo para que le abrazara y sintiera su viejo y lejano olor a hombre.
Pero todo lo que pudo hacer fue medio incorporarse en la acera, mover la boca y acurrucarse en el suelo, las dos manos en el costado por donde seguía brotándole la sangre.